jueves, 31 de diciembre de 2009

Labordeta

Carta a Lucinio



Hoy estoy a punto de despedir el año 2009: quedan un día y algunas horas para ello. Espero a mi hijo que vendrá a tomar el aperitivo conmigo. Acabo de llegar al bar sorteando un tiempo lluvioso, infernal para muchos. Me siento en la barra. La tele informa de inundaciones, de pantanos que tienen que desembalsarse debido al volumen del agua que contienen.

Llega alguien a tomar algo y cambiamos varios comentarios. El hecho de que se esté aliviando agua de los embalses y de que ello produzca problemas valle abajo me mueve a afirmar que la parte buena de este desastre es el agua de que dispondrán, durante el próximo verano, muchos pueblos y ciudades. El recién llegado afirma entonces:
—Los pantanos son una de las grandes obras de Franco, ahora no se hace nada y España está en la ruina.
—Perdone usted —le replico—, de gran obra nada…
—¿Cómo dice…? —me replica, algo alterado.
—Hoy en día sabemos que muchas de aquellas obras se podrían haber evitado —respondo—. Seguramente usted sabe que se destruyeron pueblos, que mucha gente tuvo que emigrar de ellos y que el medio ambiente quedó dañado en amplias zonas, quizá le pueda poner un ejemplo…
—¿Riaño…? —me respondió indeciso, viéndola venir.
—Por ejemplo… —le contesté.
No quiero contar la discusión que siguió a continuación, quizá pueda tener algo de importancia para el lector, pero aquí quiero terminar con ella. No viene al caso, en este comentario, el debate sobre las grandes obras del dictador Franco y cómo las hizo, y las opiniones que uno y otro vertimos al respecto. Lo que me importa —tal vez pueda pensar el lector que es egoísta por mi parte—, es que una hora después me acordé de una canción de José Antonio Labordeta, el genial cantautor nacido en Zaragoza, titulada Carta a Lucinio; pensé que, a lo mejor, si hubiese citado la letra de la misma otro hubiese sido el tenor de la conversación. Ingenuidad por mi parte, sin duda, pues las obras de Franco están, para algunos, muy por encima de la crítica que —más o menos inmisericorde— nos sirve la historia.

Pero me acordé de la canción.

Sigue lloviendo sobre España y se llenan muchos de los pantanos que se hicieron por aquel entonces. La recia voz de Labordeta, con su tono de jota solidaria en donde se pierde a veces alguna palabra, inunda el salón en la sobremesa.
—Esta canción hay que escucharla despacio, tiene un ritmo de otros tiempos —le digo a mi hijo.
Carta a Lucinio, me vuelve a emocionar, nos emociona. Es un poema desgarrado desde el que llega el culto laico a los ancestros. Es la voz de los que, sin tener nada, nada tuvieron y vieron cómo les quitaron la tierra con el pago de un cheque de silencio. En esta canción, campanarios y cuadras, casas y cobertizos, senderos y eras, desaparecen bajo las aguas que, un día y en contra de su voluntad, inundaron los campos que amaron —y sufrieron— muchas generaciones. Es, también, un poema profundamente ecológico en donde ésta preocupación no aparece de forma impostada: no hace falta, sabemos que los que yacen bajo el peso de miles de litros de agua amaban y defendían a su tierra.




Escuchando a José Antonio Labordeta pienso que, quizá, es la mejor manera de despedir el 2009. Ahora, después de tantos años, recuerdo también las veces que le he visto y una que hablé con él:
—José Antonio, tengo tus vinilos.
—¡Ah!, pues yo no tengo casi ninguno de ellos. Sólo las grabaciones en MP3… —me contestó, después de dedicarme uno de sus libros, en Madrid.
Mas hablaba de despedir el año, que a veces me voy por las subordinadas... Ahora que se va el viejo 2009, escucho al zaragozano y, desde el túnel del tiempo, se me ocurre proponer que nunca dejemos que nos sepulten bajo toneladas de lo que sea, que nunca tengamos que esperar a la sequía para ver «la tumba de madre». Para conseguir que nos respeten y para que podamos sentirnos orgullosos de nosotros mismos y de nuestros recuerdos. Para que no se nos ocurra escribir: «Y al fin tras tantas horas/ nada tuvimos».

A veces, cuando me calzo la farfusa me confunden con Labordeta. Es un honor para mí. Quizá debería decir, en estos casos, que sí, que yo soy él y contarles todo lo que siento sobre «mis canciones», para que nunca olviden, egoísta que soy, la carta a Lucinio y la seca, austera y árida entonación de la voz de un poeta y cantor que escribió una de las canciones más bellas que he escuchado en mi vida.

LETRA DE LA CANCIÓN:

Desde las tierras altas
ahora he venido
a parar en el llano
de polvo y ruido.
No sé quién me ha empujado
ni me ha traído
acuérdate Lucinio
este verano
cuando el pantano baje
ir al collado.
Y en la tumba de madre
ponle un recado.

También piensa en Vicente
y en Indalecio,
que bajo tanta roca
quedaron yertos.
Por aquí veo a sus viudas
con sus aprietos.

Escúpele al pantano
y a quien lo hizo
que nos quitó la tierra
casa y panizo.
Y al fin tras tantas horas
nada tuvimos.

De todo lo que daban
nada nos dieron.
Trabajo para los hombres
aquí lo hicieron.
A todas horas ruido,
sofoco y miedo.

Algunas veces pienso
ir al pantano
y cuando esté bien lleno
tirarme dentro
y hundirme a estar contigo
como hace tiempo.

________
Letra y música: José Antonio Labordeta (1975).
(Violoncelo: Eduardo Gattinonni / Contrabajo: Manolo Rosa / Guitarra y percusión: Alberto Gambino / Grabado en los Estudios Kirios en marzo de 1975).
Fotografía carátula: Pepe Rebollo.
Fue una publicación de Movieplay (Serie Gong) – Madrid.


AUDIO:



martes, 1 de diciembre de 2009



Un hombre de larga melena rubia,
rodeado de teclados


Pensando en que hace bastante tiempo que no voy al cine, me sorprendo reflexionando sobre los álbumes conceptuales. Me explico antes de proseguir: cuando digo ‘álbumes conceptuales’ no me estoy refiriendo a que contengan una grabación de música conceptual (no sé si ustedes han escuchado a Erik Satie), no, hablo de las obras musicales que parten de una historia completa cuya música, canciones y/o narraciones se escriben expresamente para la misma. Curioso viaje, me digo, el que me ha llevado desde mi falta de interés por el cine en estos últimos tiempos (tengo que pensar por qué), hasta la citada clasificación de obras musicales. El caso es que después de dar unos cuantos tumbos por las carreteras comarcales de los recuerdos, me veo saliendo del cine después de ver Tommy (del siempre exagerado director Ken Russell), la adaptación de la ópera rock de The Who. Estamos —estoy— en 1975. Calle Martínez Campos, barrio de Chamberí, de Madrid, frente al Cine Amaya.
—No me ha gustado… El rock no es eso —le digo a la amiga que me acompaña.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te creías entonces que era el rock…? —me responde ella riendo.

Eso, medito ahora, ¿qué pensaba yo entonces sobre el rock? Recuerdo que contesté a mi amiga con divagaciones sobre el carácter revolucionario de esta música, el poder de convocatoria que tenía, la capacidad de transformar a la gente y otras lecturas «profundas» de un fenómeno musical que según ella, para mi escándalo intelectual, llegaría como mucho a cambiar alguna forma pero nada del fondo. Cuestión de significante y significado. Yo había escuchado demasiado blues y jazz. Mi amiga sabía de semiótica mucho más que yo.

No existe comparación, me parece, entre escuchar a The Who y ver la adaptación de su obra al cine, es mucho mejor lo primero (aunque merezca la pena ver en la película a Tina Turner como la Reina Ácida) si tenemos en cuenta, además, el parvo conocimiento que por lo general se tenía del inglés; los mod’s, en mi opinión, no salieron bien parados de la película.

Antes de que The Who publicaran la que se considera la primera ópera rock —a mi entender Tommy (1969) es un álbum que podríamos clasificar como conceptual—, The Beatles habían dado el campanazo, en 1966, con un disco singular: Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band que no partía de una historia concreta, pero cuyas canciones formaban un ciclo inspirado en el mismo tema. A partir de este vinilo, los álbumes conceptuales proliferaron: cualquier grupo que se preciara tenía que grabar el suyo.

De la pléyade de publicaciones de obras de este tipo me viene a la cabeza con insistencia una de las obras que podríamos escribir con mayúsculas: Journey to the Centre of the Earth, del teclista ingles Rick Wakeman, quien había grabado con el grupo Yes otros dos LP’s conceptuales (Close to the Edge; 1972 y Tales from Topographic Oceans; 1973) y un tercero en solitario, The Six Wives of Henry VIII (1973), después de que abandonó el citado conjunto. Las seis esposas de Enrique VIII tuvo un éxito espectacular en aquel entonces. Un año después, Wakeman graba en directo Viaje al centro de la tierra, el 18 de enero de 1974, en el Royal Festival Hall, de Londres. El LP tiene un éxito fulminante y, al parecer, es el disco de este tipo de música (rock progresivo conceptual, o rock sinfónico) que más ejemplares ha vendido en el mundo hasta la fecha.

Para la adaptación de la novela de Julio Verne, Wakeman utilizó numerosos teclados con los que se rodeaba casi por completo; lucía, por aquel entonces, una larga y cuidada melena rubia y vestía con una capa blanca incrustada de pedrería en los hombros, que acentuaba un aspecto místico que contrastaba con el de los componentes del grupo rock que le acompañaba en los conciertos. David Hemmings —el actor que interpretó al fotógrafo de Blow Up, la película de Michelangelo Antonioni— actuó de narrador y The London Symphony Orchestra y The English Chamber Choir redondearon el fantástico grupo de artistas que el teclista supo reunir a su alrededor para el evento.

Por seguir el hilo, habría que decir en este momento que no existe comparación entre leer a Verne y escuchar la composición de Rick Wakeman: Cierto, pero la música que él escribió para narrar la aventura del mundo subterráneo que imaginó el novelista francés, también hay que mencionarlo, no se llevó al cine. Es imprevisible el destrozo que se podría haber cometido con la lectura musical que Wakeman, por entonces inmerso en serios problemas con el alcohol, hizo de la aventura que transcurre en las entrañas de la Tierra, trasladando el mundo perdido del novelista a un intricado universo personal —o viceversa— carente de imágenes en que poderse soportar.

Una de las glorias de la música —y tiene muchas— es que puede generar imágenes muy potentes en el que escucha. Traducir dichas imágenes interiores a un plano «objetivo» conlleva un elevado riesgo de desposeer al original de su atractivo, de su capacidad de despertar significados que, de otra manera, no habrían aparecido. Supongo que Rick Wakeman no era consciente de esto, pero sí fue capaz de montar un espectáculo en donde el protagonista era el propio público a quien, además, se le implicó con unas pinceladas escénicas parecidas a las que después utilizó el grupo Pink Floyd con maestría indiscutible.

Wakeman plantea en este disco un oscuro viaje interior, tan tenebroso como las propias galerías que recorren los personajes de la historia de Verne y tan excitante como el sentido último de la aventura que depara momentos exultantes de descubrimiento, de violencia, de triunfo y de placidez, que tiene sentido en sí misma. En el «centro de la tierra» del teclista hay un mundo interior por descubrir —del que se tienen pocas pistas— y ese viaje se narra sólo con la especial habilidad de sus dedos sobre el teclado, mientras cierra los ojos. La impecable narración de Hemmings y las canciones cantadas por Garry Picford-Hopkins y Ashley Holt (cuyas letras pueden resultar cursis en algún momento) parecen una «anécdota» más dentro de la parafernalia ideada para conseguir que la música sea la historia principal. Entre el significante y el significado hay mucho trecho, seguro que más que la distancia que hay que recorrer para llegar al centro de la tierra…

De todo esto no hablamos mi amiga y yo aquella noche frente al Cine Amaya. A Rael aún no le habían afeitado el corazón y el cordero no dormía sobre Broadway, pero es probable que presintiéramos que Peter Gabriel escribiría muy pronto que «La salamandra se escurre hacia las llamas para ser destruida/ Criaturas imaginarias que al nacer son capturadas en celuloide...», en otro viaje subterráneo condenado a abrasarse en la lava que hierve en el centro de la Tierra y que nadie pudo aprisionar en una pantalla.

VÍDEOS:
Journey to the Centre of the Earth





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- Artículo publicado originalmente en la Revista Almiar
- Imagen: Detalle de la carpeta del vinilo original Journey to the Centre of the Earth (Rick Wakeman; 1974).